INFIERNO DE CIELO*
Velas. Luces.
Fuegos fatuos sobre la mesa de noche.
No el cirio pascual
sino el fuego pagano de los ritos druidas.
Adoremos al cuerpo
santuario inequívoco del verbo y del ser.
Ojos dorados parpadean
en el brillo bruñido del espejo
donde sos mi torre de marfil.
En la redoma pongo el aceite aromático.
Un olor a jazmines almizcle incienso catedralicio
impregna el viento las ventanas de la nariz.
Allá lejos tu cabeza. Tu brazo delineado.
La textura de anchas nervaduras. El anverso extenso del pie.
Pies de centauro. Feos tus pies, excitantes. Como los cascos
del unicornio removiendo arbustos con su cuerno de infinitas espirales.
No hay equilibrio más exacto que éste
de un hombre y una mujer retornados a la arcilla primigenia.
Saltan los omóplatos; los fémures se hacen trizas.
La rigidez del esqueleto se abandona a la carne trémula.
La luz de las velas estrella en el espejo visiones míticas.
Medusas. Cíclopes. Saturnos saciados.
No sé dónde tus manos
en este laberinto de monstruos magníficos devorándose.
¿Quién sos criatura desencajada que así me despojás
de mi decencia de sacerdotisa?
Tu piel es fluida y candente.
La cera se derrite en los recipientes de cristal.
Chasquea tu boca sobre la mía.
¿O es la llama que chisporrotea?
El fuego encuentra su propio incendio.
Sobre el aceite de la noche
velámenes ardientes lamen el lago quieto
del espejo incandescente.
Allá mi pie.
Las uñas rojas. La imposible extensión de una pierna íngrima.
El paisaje blanco. Las pieles sumergidas en lavas ígneas
resollando borboteando vaporizándose. El fuego
viene y va con el sonido del mar sobre los arrecifes.
Sobre los cuerpos consumidos, carbonizados
se apagan las velas una a una.
Me sacudo el cabello. Me levanto, ave Fénix, de las cenizas.
Soy un infierno de cielo.